Las cosas, las compras, las modas
En esos días, los hombres y las mujeres vivían anegados por las cosas: había cosas y más cosas y más cosas. Un autor de entonces la llamó “la civilización de los miles de cosas”: podría haber dicho cientos de miles y habría sido más exacto. En los Estados Unidos —donde más obsesivos se ponían con estas cuentas— un estudio decía que en la casa de una familia media había unas 300.000 cosas, “desde clips hasta tablas de planchar”. Y que aquella gente se pasaba una media de diez minutos por día buscando cosas que perdían: eso suponía, en una vida, unos 200 días dedicados a la búsqueda. Casi nada, comparados con los 2.000 que se gastaban comprando cuando la compra presencial todavía era mayoritaria.
Muchos hombres y mujeres tenían cosas y más cosas, pero muchos no tenían casi nada: el 12 por ciento de la humanidad, Europa y Estados Unidos, consumía el 60 por ciento de los bienes del mundo —cinco veces más que lo que les tocaba—, mientras que el 30 por ciento más pobre, africano, asiático, sudamericano, consumía el 3 por ciento —diez veces menos que su parte.
Para ellos, las cosas seguían teniendo un valor importante: el que siempre habían tenido. Durante siglos, las pocas cosas fueron objetos únicos que era muy difícil reemplazar. Y todavía en 2022, para los más pobres, un cuchillo podía durar toda una vida, acompañar a una persona para siempre. Para los ricos, en cambio, cada cosa no significaba gran cosa: era desechable, reemplazable, no valía la pena cuidarla o repararla porque —hechas en serie vaya a saber dónde por vaya a saber quién— abundaban, y era más fácil y más barato comprar una nueva que cuidar la vieja. Y nada les daba tanto gusto como comprar nuevas. Las modas, la supuesta renovación, los dizque avances técnicos, la calidad escueta, la obsolescencia programada y otras bagatelas similares favorecían la superproducción de cosas.
Había, en la producción globalizada de esos años, dos características que se destacaban entre muchas: lo superfluo, lo efímero. Es imposible hacer un cálculo preciso, pero se diría que la gran mayoría de los bienes fabricados en esos años eran innecesarios. Aunque, por supuesto, la idea de necesidad sea tan discutible: quién define quién necesita qué, quién no lo necesita (ver cap.13). Pero si intentáramos trazar una línea entre los productos indispensables para la vida y los que no lo son, aún siendo muy amplios es probable que nos pusiéramos de acuerdo en que nadie necesitaba diez juegos de sábanas ni cambiar sus aparatos con cada nuevo lanzamiento ni su vestuario con cada estación ni tirar un tercio de los alimentos que compraba. Por eso empezó a quedar claro que el éxito de un producto —material o virtual— no consistía en responder a una necesidad —que ya habían sido tan colmadas— sino en crear una nueva: triunfaba quien convenciera a muchos de que no podían vivir sin eso sin lo cual habían vivido siempre (ver cap.17). Se trataba de persuadir a millones de que les faltaba algo importante: los riquísimos de la Tercera Década lucraban con esa sensación de incompletud y esa avidez por la novedad, millones y millones convencidos de que, para seguir siendo “personas de su tiempo” debían adoptar más temprano que tarde esas innovaciones (ver cap.19). Habían creado una cultura basada en la insatisfacción permanente: la convicción generalizada de que siempre habría algo mejor que lo que uno tenía —y que uno debería tenerlo pero.
El sobresalto de que siempre te faltaba algo.
A lo innecesario se sumaba lo efímero: eso que entonces se llamó “obsolescencia programada”. La obsolescencia es la condición de cualquier objeto o ente que va a dejar de funcionar, de ser: los animales, sin ir más lejos, son obsolescentes en la medida en que no viven para siempre; las personas, menos. Pero, durante siglos, los bienes se produjeron con la pretensión de durar todo lo posible: en eso consistía su calidad y su renombre, hasta que ciertos industriales entendieron, a principios del XX, que eso no era bueno para los negocios y decidieron empezar a fabricar cosas que no duraran tanto. Cuentan que en 1924 los mayores fabricantes de bombillas del mundo se reunieron en Ginebra y en secreto y se confabularon para no producir ninguna que pudiera brillar más de mil horas: no era fácil, y requirió muchos experimentos, mucho control, mucha mala leche.
(En Livermore, California de Estados Unidos, se conservaba todavía en 2020 una que llevaba más de 120 años encendida —y cuando cumplió su primer siglo un millar de personas le cantó el feliz cumpleaños. Y es curioso que el primer ejemplo conocido de producto voluntariamente malo fueran precisamente las bombillas, que los dibujantes y otros guasones solían usar como símbolo de ideas e innovación: “Se me encendió la lamparita”, decían entonces.)
Hacia 1950 a otro cráneo se le encendió la lamparita breve y se le ocurrió llamar a esa estafa “obsolescencia programada” —planned obsolescence. La noción tardó en llegar al gran público: pequeños escándalos, como el descubrimiento de que las baterías de un nuevo gadget famoso en esos años estaban programadas para agotarse al cabo de 18 meses —y, así, obligar a los consumidores a cambiar el aparato—, confirmaron que los grandes fabricantes querían producir bienes que debieran ser reemplazados al cabo de un lapso más y más breve.
Los productores obligaban a ese reemplazo de maneras diversas: que los materiales no resistieran más que cierta cantidad de usos, que algún chip limitara ese número, que las cargas de energía se agotaran al cabo de equis, que sus pro-gramas se desfasaran definitivamente. Producían objetos que no estaban hechos para servir sino unos pocos años y, sobre todo, instalaban la obligación social de disponer de los últimos modelos: ese objeto tan apetecido poco antes era tan “superado” por uno nuevo que usarlo se volvía un desdoro. Así lograron que los países ricos consumieran mucho más que lo que necesitaban y que el mundo se llenara de despojos: hacia 2020 la “obsolescencia programada” ya era parte de casi todos los productos. Era curioso que toda una civilización aceptara alegremente que sus objetos más deseados estaban diseñados para fallar. Por mucho menos, críticos definieron otras sociedades como “culturas del fracaso”.
La capacidad de vender lo innecesario tan finito se apoyaba en grandes tejidos publicitarios que convencieron a millones de que sin esos aparatos no eran nada, y en un sistema de crédito que permitía vender cosas que muchos, en principio, no podían pagar. Pero había un puntal decisivo: la satisfacción de comprar. Comprar era demostrar —y sobre todo demostrarse— que uno lo estaba haciendo bien, que cumplía con las expectativas. “Si la felicidad dependiera del nivel de consumo deberíamos ser absolutamente felices, porque consumimos 26 veces más que hace 150 años”, decía un defensor del “decrecimiento” (ver cap.13).
Frente a los pocos que proponían esa opción y criticaban la proliferación de los objetos como un vicio que estaba destruyendo el planeta, agotando sus recursos, los conservadores —literales: los que querían conservar la forma establecida— les contestaban que así era el sistema capitalista: que necesitaba que se “necesitaran” cada vez más cosas porque vivía de fabricarlas. Que de esa producción desenfrenada dependía la supervivencia de cientos de millones de personas cuyo trabajo consistía en hacerlas, transportarlas, venderlas: que dejar de comprarlas era, de algún modo, una terrible falta de empatía, de solidaridad con todos esos millones que vivían de eso. El argumento parecía sólido mientras no se imaginaran otras formas de asegurar la subsistencia de todas esas gentes. Algunos, por supuesto, ya empezaban a pensarlas.
Se hablaba, por un lado, de las formas de distribución de la riqueza cada vez mayor producida por tanta producción (ver cap.15). Y, también, de que compartir objetos entre grupos sería una forma de aminorar su peso y su presencia y, al mismo tiempo, armar redes, lazos. Algunos agregaban un argumento estético que todavía no era común pero asomaba: que era vulgar precisar tanta basura para vivir mejor, que la sabiduría consistía en no tenerla. Les hacían poco caso.
(La basura era uno de los grandes productos de aquel mundo: pocas cosas se fabricaban en mayor cantidad. En 2020 se calculaba que las personas producían unos 2.200 millones de toneladas de “residuos sólidos” al año. Allí también había, por supuesto, diferencias: cada norteamericano contribuía con más de dos kilos de basura sólida al día —mientras que cada chino no alcanzaba los 700 gramos y muchos africanos no llegaban a 100. La paradoja funcionaba también aquí: los que más peroraban contra el deterioro que esos residuos causaban en el medio ambiente eran, de lejos, los que más lo arruinaban.
Con trampitas: para ensuciarse menos, esos países exportaban su mugre a países pobres de Asia, África y América, que funcionaban como basureros. Les mandaban sobre todo el “plástico”, muy difícil de reciclar, y les pagaban —poco— por recibirlo y devastar sus ecosistemas. En 2022, ciertos pobres ya se habían rebelado y dejaban de aceptarlo; otros todavía no. El “plástico” terminaba a menudo en los mares, donde amenazaba buena parte de la vida; un informe de esos días decía que las empresas que más contaminaban eran tres gigantes de la alimentación de entonces: CocaCola, PepsiCola y Nestlé. El “packaging” —empaquetado— se había vuelto decisivo para la venta de sus productos, que a menudo costaban menos que sus envoltorios, y esos envoltorios, tan importantes para sus beneficios, estaban llenando tierra y mar de mierda.)
El sistema de consumo incesante fue el gran triunfo ideológico de los Estados Unidos en su época de dominio cultural: conseguir que el resto del mundo se plegara a esa idea del derroche creciente que lanzaron después de ganar la guerra en 1945 y que, durante veinte o treinta años, produjo la ilusión de un mundo feliz. Fue presentado como la contracara del otro modelo —el “comunista”— que no ofrecía la libertad de comprar y comprar, y su poder de convicción fue fuerte: convirtió esa libertad en una de las más apetecidas. Con las lógicas diferencias que cada contexto imponía, el modelo se impuso en casi todo el globo.
Entre esas cosas que abundaban, ninguna mostraba con mayor claridad los mecanismos —la falta de necesidad, la obsolescencia— que eso que entonces se llamaba “ropa”. Eran aquellos trozos de telas o tejidos de colores organizados para cubrir la mayor parte del cuerpo salvo, en general, la cara o la cabeza. Cada quien elegía y usaba cada trozo y sus combinaciones como un modo de decir quién era, cuál era su posición económica, cuáles sus opciones culturales y sociales, qué estaba haciendo, qué intenciones tenía: tantas cosas que las personas, en general, leían sin saber que leían —pero con cierta precisión.
(La ropa era uno de los aspectos donde la diferencia de géneros resistía mejor. Hablábamos de la construcción de identidades, de individualidades: cómo la falta de un cuerpo social, un cuerpo común, hizo que tantas atenciones se desviaran hacia el cuerpo propio (ver cap.4). Eran tiempos en que la primera persona en que cada persona pensaba primero era la primera persona, su yo, ella misma. Tiempos de individualidad extrema que, por supuesto, se manifestaba de formas tan distintas según el lugar social, cultural, económico de cada quien. Pero había algo que todos compartían: el primer relato que cada persona exhibía sobre sí misma era su “ropa”.
No sabemos cuándo empezaron las personas a usar trozos de pieles o plantas sobre el cuerpo. Los prehistoriadores dicen, sin gran pudor, que debe haber sido algún momento entre los 500.000 y los 100.000 años atrás. Sí sabemos que, a través de tiempos y lugares, esos revestimientos se fueron complicando y simplificando y complicando y simplificando hasta llegar a nuestra solución actual.
Pero en 2022 la ropa textil era prácticamente imprescindible: aunque pueda parecer extraño, casi nadie, entre los 8.000 millones, dejaba de portarla salvo para bañarse y, a veces, para dormir o fornicar de cuerpo presente. Pero empezaba una tendencia que, finalmente, derivaría en la situación actual: tras haberla usado durante milenios como uno de los principales elementos para distinguir sexos, la costumbre empezaba a romperse.
Era así porque cada vez más mujeres, en cada vez más países, usaban pantalones, esos dos tubos para las piernas —ver imágenes— que, durante siglos, habían sido exclusivamente masculinos. Las polleras o faldas —un tubo único más ancho, ver— eran casi exclusivamente femeninas en Occidente; en la India y el sudeste asiático muchos hombres las usaban todavía en su forma tradicional —una tela atada a la cintura que les caía hasta el tobillo— y en los países musulmanes muchos llevaban una túnica —ver— entera. Sin embargo, en el resto del mundo las indumentarias regionales habían cedido ante la simplificacion occidental —pantalones, faldas, camisas y camisetas, zapatillas— y un viajero ya no podía saber, por la ropa de las personas, si estaba en Idaho o Cracovia o Guangdong o Nairobi. Nunca antes había sucedido. Esa unificación estética era uno de los grandes logros de la Edad Occidental: era curioso comprobar cómo unos pocos “creadores” conseguían que sus productos fueran adoptados por multitudes en todos los rincones, que consiguieran uniformar de esa manera al mundo. Era, podríamos pensar, un primer paso —pero siempre es un error analizar un momento histórico a la luz de los que lo suceden.)
Queda dicho: ciertos detalles de indumentaria y apariencia seguían siendo decisivos para diferenciar géneros. Se mantenía, por ejemplo, mayoritaria la idea de que los hombres debían usar —y usaban— sus pelos recortados y las mujeres, en cambio, sus pelos más largos, hasta los hombros o media espalda o más. Del mismo modo, muchas mujeres usaban todavía zapatos con suplementos en toda la planta o solo en el talón —llamados, respectivamente, plataformas o tacos— y casi ningún hombre. Y muchas mujeres se maquillaban la cara —se la cubrían con diversos polvos y pinturas de colores— y casi ningún hombre. En cambio, ciertos adornos ya se estaban volviendo más comunes: por ejemplo, las uñas pintadas con colores que los cuerpos no suelen producir —un recuerdo de rituales tribales más antiguos que desentonaba con la ideología de la naturalidad que entonces se imponía—, habían sido durante siglos exclusivamente femeninas pero eran, entonces, cada vez más usadas por los hombres.
Y “la moda”, pese a todo, seguía teniendo más peso entre las mujeres que entre los hombres. La moda era la forma original de obsolescencia programada con mecanismo propio. En sus inicios esta obsolescencia era puro capricho y había servido como un elemento de distinción: los privilegiados portaban cierta prenda para demostrar que lo eran y, cuando los empezaban a copiar personas más “vulgares”, esa prenda ya no demostraba nada y se apuraban a cambiarla. Pero en el siglo XX el mecanismo se ritualizó: los fabricantes de indumentaria consiguieron imponer la idea de que sus prendas debían cambiar cada año —o cada estación—, porque ese era su ritmo natural, como si fueran huertos de alcachofas. Y en aquellos días, una porción importante de las mujeres del MundoRico todavía seguían sus dictados con una sumisión que habían dejado felizmente atrás en tantos otros aspectos de sus vidas.
(Así, en esos días, gracias a esos cambios programados que llamaban moda, pocos elementos eran más útiles para fechar una imagen —quieta o en movimiento— que las ropas de sus protagonistas: el observador, al verlas, podía saber de qué período se trataba. Resultaba más fácil.)
La industria de la ropa era de las más abusivas: los fabricantes —y las grandes marcas del MundoRico— utilizaban la necesidad de millones de personas del MundoPobre para hacerlos trabajar por pagas ínfimas en fábricas atestadas, inseguras, indignas. Gracias a esa explotación la industria de la ropa pudo ofrecer aquellas cantidades enormes de mercadería a precios bajos: millones de personas —jóvenes, sobre todo— compraban la ropa “de moda” sabiendo que no querrían usarla un año más tarde y que, además, por su pobre calidad, seguramente no podrían. Las proporciones parecían muy invertidas: a menudo, lo —relativamente— duradero costaba menos que lo —absolutamente— efímero. Por el precio de una comida común, por ejemplo, una persona podía comprarse dos o tres camisetas. Era lo que sus críticos empezaron a llamar el “fast fashion”, hamburguesas para el adorno corporal. Como consecuencia, la producción mundial de ropa se había duplicado entre 2000 y 2015.
Gracias a esa mezcla de hiperproducción y explotación la industria de la indumentaria —ropa, calzado, accesorios— era, entonces, una de las más poderosas del mundo: había movido, en 2021, unos dos millones de millones de euros y no paraba de crecer. Los países ricos consumían una media de 900 euros al año en ropa nueva; mientras, mil millones de personas no alcanzaban a juntar ese dinero para todos sus gastos anuales. Mil millones de ciudadanos de países ricos gastaban en estar a la moda lo que mil millones de pobres no conseguían para vivir, comer, cubrirse, curarse. Y algunos millones de estos mil trabajaban en la fabricación de esas ropas.
La industria indumentaria empleaba a más de 400 millones de personas, uno de cada diez trabajadores del planeta, que producían entre 100.000 y 150.000 millones de objetos por año. Entre ellos, por ejemplo, 2.000 millones de camisetas. Cada camiseta necesitaba, para su producción, unos 3.000 litros de agua: la cantidad que bebía una persona en tres años. A ese ritmo, advertían algunos, las reservas del mundo no aguantarían demasiado. La industria de la moda era, además, la segunda más contaminante del mundo, después de la producción de energía.
Nunca había habido en el mundo tanta “ropa”. Y, dado el desarrollo de ese campo, no volvería a haberla nunca.
Lo propio de la moda, entonces, era cambiar sin cesar dentro de un orden. Pero, a juzgar por fotos, videos, películas, dos estilos muy utilizados en esos días resistían sin grandes variaciones: el corporativo oficinesco o “corpo”, el delincuente callejero o “delinca”. Ambos eran tributarios de tradiciones anglo: el corpo consistía en un “traje”, conjunto de pantalón y chaqueta de dos o tres botones —y a veces un chaleco, ver— de color azul o gris o marrón sobre una camisa blanca o azul claro adornada con una tira de tela que colgaba del cuello, zapatos negros o marrones. En las mujeres el estilo se manifestaba en “trajes” de chaqueta y pollera, pero aceptaba más variantes —incluidos pantalones— siempre que guardaran un aire de recato y tedio.
El “delinca” era el resultado de la imitación que ciertos músicos negros norteamericanos habían hecho de sus vecinos más o menos gangsteriles: sublimación de la marginalidad urbana hecha violencia. Se componía, en general, de unos zapatos de deportes con suelas trabajadas, unos pantalones muy anchos o muy ajustados negros o azules o gris claro —a veces interrrumpidos en la rodilla—, una camisa o camiseta de cualquier color y, sobre todo, una gorra consistente en una copa redonda y una visera recta diseñada para proteger los ojos del sol pero que usaban, según las imágenes, para proteger sus nucas —de no sabemos qué amenazas.
Y los tatuajes: por lo que se ve, los cultores del “delinca” no podían funcionar sin un tatuaje, pero no eran los únicos. Los tatuajes eran unas marcas que las personas se hacían en los cuerpos, con formas de caras, letras, arabescos, animales. Podían ser negros o coloridos y se los suponía indelebles: marcas de un momento que valdría la pena recordar toda la vida, expresiones de lealtad o amor u odio o confusión eternos. Los tatuajes eran un intento de fijar lo fugitivo de sus vidas, brutos errores de cálculo —como si todo futuro continuara el presente. Habían sido muy usados en distintos momentos de la historia por pueblos —más— primitivos y después un poco desdeñados; hasta fines de los 1980 eran privativos de marineros y de presos; se volvieron comunes con la difusión de esas modas que exaltaban lo marginal. Constituían una forma —relativamente— fácil de mostrar un rechazo convencional por ciertas convenciones: en ese campo, como en tantos otros, la adaptación consistía en mostrarse ligeramente inadaptado. Eran, también, un modo de instalarse en su época: cuando se prestaba tanta atención al cuidado y uso de los cuerpos, era lógico usarlos como soporte para ciertos discursos dibujados.
La moda indumentaria era, queda dicho, solo un ejemplo: sus mecanismos se replicaban en tantos otros rubros. Los coches, las máquinas digitales, las máquinas domésticas, incluso las comidas seguían el mismo modelo. Fue uno de los grandes logros de aquella civilización: ser capaz de convencer a cientos, miles de millones de personas de seguir los designios de unos pocos diseñadores y sus patrones industriales, de pensar que debían “hacer como los demás” para “ser plenamente ellos mismos”. El espíritu gregario que desde siempre distinguió a los hombres —la base de las patrias, de tantas religiones— pocas veces consiguió manifestarse de forma tan completa, tan común, tan rentable.
La peste de 2020 — lapandemia, ver cap.6—, con sus encierros, interrrumpió los procesos de la moda. Fue revelador comprobar la disminución de la producción y venta de ropa en ese lapso. Quedó del todo claro que el consumo de ropa era una función social, un efecto de la circulación laboral y festiva y que, sin todo ese ajetreo, las personas no necesitaban tantas y tan variadas prendas: les alcanzaba con tres o cuatro cosas que podían usar una y otra vez. Algunos aprovecharían la lección y, probablemente, fueron ellos los que abrieron el camino.
La fabricación de ropa se había concentrado en países pobres, con mano de obra bien barata. Los países más ricos, mientras tanto, se dedicaban sobre todo a la invención y fabricación de cosas más complejas. Se repartían en cuatro grandes polos: China, Estados Unidos, Europa, Japón-Corea.
Pero se volvía cada vez más difícil saber quién fabricaba qué. Durante siglos la llamada “división internacional del trabajo” consistió en que los países periféricos producían materias primas — lana, algodón, hierro, petróleo— y, a partir de ellas, los países centrales fabricaban en su territorio los productos manufacturados que vendían en todo el mundo. En la segunda mitad del siglo XX, la famosa globalización —y la caída de muchas barreras aduaneras, políticas, sociales— produjo un cambio en el sistema: los países ricos instalaron sus fábricas de productos más simples, más fáciles, en países pobres, para aprovechar su mano de obra barata. Esa primera “deslocalización” hizo que millones de trabajadores de los países ricos se quedaran sin empleo (ver cap.10). Al mismo tiempo otros países periféricos —sobre todo en el sudeste y sur de Asia— consiguieron formar obreros más especializados que seguían costando menos que sus pares de los países centrales: allí empezaron a fabricar productos más sofisticados —electrónica, maquinaria, óptica— cuya venta globalizada les trajo cierta prosperidad.
Al mismo tiempo otras fábricas —o las mismas— empezaban a ensamblar piezas fabricadas en los países ricos. En Ñamérica se llamaron “maquilas” y así pudieron completar productos más complejos. El mecanismo se fue complicando hasta que dio lugar a la característica más definitoria de aquellos años: que cada objeto solía incluir partes fabricadas en muchos lugares. Los automóviles, por ejemplo —los terrestres—, tenían unas 4.000 piezas, que podían ser producidas en varios países y ensambladas en varios otros. Cuatro elementos fueron centrales para permitir este nuevo sistema: la evolución de las técnicas de producción, la posibilidad de circulación instantánea de la información, el aumento de las grandes flotas de transporte marítimo y la bajada de sus precios (ver cap.14). Algunos analistas de entonces lo llamaron “nueva división internacional del trabajo” o “división internacional del proceso productivo”.
Así, por ejemplo, uno de los objetos-estandarte de esos días, un pequeño ordenador móvil de bolsillo llamado “iPhone”, fabricado por la corporación más cara del mundo —Apple—, incluía diseño y tecnología de Estados Unidos y piezas producidas en Japón, Alemania, Corea del Sur y China, pero terminaba siendo ensamblado en “iPhone City”, Zhengzhou. Lo cual hacía, entre otras cosas, muy difícil definir qué país lo producía y, por lo tanto, el monto real de las exportaciones de cada uno. Así, cuando se decía que la China era el principal exportador mundial de bienes de tecnología —750.000 millones de euros en 2020— tan por encima de Estados Unidos —solo 140.000 millones—, la cuenta, siendo cierta, no dejaba de ser falsa: medía los envíos de productos terminados sin considerar todos esos pasos anteriores. La nueva división internacional del trabajo hacía muy difícil saber quién hacía qué, cuánto ganaba cada uno. Esa confusión era, para las compañías globales, una ventaja adicional.
(La producción de aquel ordenador de bolsillo fue estudiada por una socióloga de la época, Mariana Mazzucato, para desmontar otro mito muy extendido: el de la superioridad de la iniciativa privada. En un ensayo clásico mostró que casi todas sus tecnologías habían sido desarrolladas en instituciones públicas. El protocolo de comunicación HTTP se había creado en el Centre Européen pour la Recherche Nucléaire —CERN— de Ginebra, la inter-net en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, que también encargó y pagó los inventos del localizador llamado Global Positioning System —GPS—, los discos duros, los microprocesadores, los chips de memoria y las pantallas LCD. La pantalla táctil que usaban había sido concebida con fondos de la National Science Foundation y la CIA, y así de seguido. Era un ejemplo: estaba claro, decía Mazzucato, que la mayoría de esas corporaciones privadas se nutría del gasto público —y después construía el mito tan rentable de la supremacía de la iniciativa privada y, con la ayuda de sus políticos amigos, hacía todo lo posible para no pagar sus impuestos.)
Tanta compra —y el lugar central que esa actividad ocupaba en muchas vidas— dieron lugar a una definición social novedosa: cada vez más personas se pensaban como “consumidores”, sujetos cuyos derechos se basaban en el hecho de que habían pagado por una mercancía y merecían sentirse satisfechos con lo que recibían o, si no, podían unirse para defender su dinero. Asociaciones y medios “para consumidores” abundaban en esos días en que tan pocos se sentían “ciudadanos”.
Era otro efecto de aquel mundo desbordado de cosas. Y muchas de esas cosas eran máquinas. Las personas, entonces, vivían en un mundo de máquinas. Unas décadas antes no era así: una persona común podía evitarlas casi por completo. Pero a lo largo del siglo XX sus entornos se fueron llenando de aparatos mecanizados: ya en 2022 sus vidas dependían de todos esos aparatos, habían perdido la capacidad de vivir sin ellos.
Próxima entrega 17. Vivir a máquina
Las personas vivían entre máquinas: coches, teléfonos, ordenadores y tantas máquinas más formateaban sus vidas —y las iban cambiando.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
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Source: elpais.com