“Quien mueve las piernas mueve el corazón”, dejó Josep María Espinàs en la memoria publicitaria, una de sus múltiples facetas, para una pionera bicicleta estática de Cyclostatic. Él hizo ambas cosas, con excelentes resultados: una veintena de libros de viaje a pie por Cataluña y España, por ejemplo (“quizá lo que quede de toda mi obra de aquí a 50 años”), y sacudir el corazón de miles de lectores a partir de los más de 12.000 artículos de prensa (récord de publicación diaria) o de la letra del himno del FC Barcelona (él lo llamaba “cant” porque lo otro le sonaba belicista), pasando por sus premiadas novelas e, incluso, sus 300 actuaciones como uno de los fundadores de la Nova Cançó. El escritor más popular de las letras catalanas de las últimas décadas, con más de 90 títulos, lo hizo todo con estruendoso silencio y discreción, el mismo con el que sus piernas y, sobre todo, su corazón, dejaron de moverse este domingo a los 95 años.
“Mi obra es como aquellos pasatiempos de números y puntos que, al unirlos, sale una figura”, decía a tenor de su escritura que nunca seguía esquemas previos, imagen que también puede aplicarse a su vida. Nacido en 1927 en una familia media venida a menos tras la Guerra Civil de un Eixample barcelonés que jamás abandonó (y del que fotografió todas las barandillas de hierro de sus balcones que pudo, muestra de su pasión por la riqueza del ritual y el detalle cotidiano y el amor a una Barcelona a cuya historia dedicó cuatro libros), Espinàs escribía desde pequeño porque se sentía cómodo. “Era un hecho, pero jamás fue un propósito, nunca he querido ser escritor ni ser nada”, decía con una modestia inversamente proporcional a sus logros y a su actitud vital. Porque, en verdad, a los 8 años escribía versos y a los 15 acabó ya una novela, en castellano y mala según él, pero salida del esfuerzo de levantarse cada día a las seis de la mañana antes de ir a los Escolapios y aporrear una máquina de escribir que con el tiempo sería una Olivetti de la que no desertaría nunca y de la que afloraban folios casi impolutos, apenas un par de tachaduras con las aspas de la x.
Hemingway o Twain fueron quizá las más insistentes de las lecturas desordenadas de una no menos confusa biblioteca familiar, que su padre construyó a veces a base de traer en un pañuelo de farcell una veintena de libros comprados en una ganga azarosa. Pero lo que le hizo abandonar su oficio de abogado a los cuatro años de acabada la carrera porque no tenía clientes y jugársela con la escritura fue, quizá, la combinación de la admiración por la lengua, la educación y la ironía de Josep Maria de Sagarra y el preciosismo de la obra de Miguel Delibes, a quienes acabaría tratando cuando entró en 1955 en la editorial y la revista Destino. Ambos le llevarían a escribir en catalán a pesar de su educación castellana: “Si estás escribiendo en castellano y estás pensado ‘aixada’ y no sabes cómo se dice en castellano, ¿cómo puedes ser un escritor de verdad? La lengua ha de ser la tuya”, se planteó.
A pesar de esa reflexión, “jamás he desarrollado un proyecto literario”, defendía Espinàs. Enmarcado en la nueva generación de narradores catalanes de principios de los 50 junto a Manuel de Pedrolo y Jordi Sarsanedas, sacó su instinto de francotirador. “Nunca tuve maestros ni era de los que iba a casa de Carles Riba”, dejaba ir con una mezcla de ternura e ironía que caracterizaron siempre buena parte de su estilo, como si no hubiera tal, siempre preciso, de ritmo melódico, “sin estridencias, que te acaba arrastrando y que quizá por eso nunca ha pasado de moda”, lo definiría Isabel Martí, su editora, con la que Espinàs creó con 30.000 pesetas de 1985 Edicions La Campana.
Aquel estilo tan suyo estuvo marcado en sus inicios, de manera inevitable, por la estética neorrealista, por lo testimonial y la temática social, como hacían sus modelos Delibes o Cela. Y así se reflejó en su sonado debut, Com ganivets o flames, premio Joanot Martorell 1953. A razón de novela por año y con notable éxito tanto de ventas como de reconocimiento (desde críticos como Antoni Vilanova y Castellet a autores reconsagrados como Pla, pasando por editores como Cruzet y compañeros como Pedrolo), obras tan diversas como la pieza teatral És perillós fer-se esperar (llevada al cine en 1958 como Distrito Quinto), cuentos como Varietés (1959, premio Víctor Català) y L’últim replà (1962, premio Sant Jordi) iban consolidando a un buen observador, de cierta visión escéptica y desengañada de la sociedad. Pero en 1968, tras La collita del diable, frenaría en seco y dejaría la novela, que no retomaría hasta 34 años después con Vermell i passa. En un gesto muy espinasiano, la abandonaba estando arriba, cuando incluso su Tots som iguals (1961) se había traducido, inusualmente, en EEUU, descolocando así a todos.
“No sé por qué dejé de hacer novela; tampoco me interesaba mucho el Nouveau Roman ni el experimentalismo de entonces”, reflexionaría años después. Una clave estaba en esa inquietud vital de Espinàs: cantante doméstico, traductor de George Brassens, junto a Miquel Porter y Remei Margarit estuvo en 1960 en la fundación de los Setze Jutges. “Hacía novela cuando tocaba hacer poesía, luego me acerqué a la Cançó… Iba siempre a los géneros desacreditados por la intelligentsia del país”, resumió tiempo después.
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El inconformismo, su necesidad vital de originalidad y de no repetirse nunca (“no quiero ser ciudadano del mundo, quiero ser extranjero”) tuvo traducción estética: su prosa era cada vez más esencial, liofilizada y quizá eso explicaría su distanciamiento de la ficción y su salto al columnismo, donde debutó de nuevo con éxito fulgurante: con 22 años, en 1949, escribió sobre Àngel Guimerà, del que “no sabía nada”. Ya fue premiado. Y ahí empezó una carrera que se consolidó en 1976 con una columna diaria en el Avui que en 1995 traspasó a El Periódico. En una labor de engarce entre el articulismo de tótems como sus admirados Sagarra y Pla con los actuales Quim Monzó o Sergi Pàmies, Espinàs afiló su Olivetti: con voluntad de “prosador”, como él mismo se definía (“he intentado que mi prosa cante en voz baja, sin petulancias”), el escritor desaparece en favor del entomólogo de la vida cotidiana de la calle, siempre más importante que la de los grandes salones, donde todo es sorprendente si se mira lo suficientemente de cerca y uno no se toma a sí mismo demasiado en serio. “Nunca está de vuelta, siempre de ida y lo hace por la más elemental educación”, le clichó la siempre sagaz Maria Aurèlia Capmany. Así afrontó también Identitats, sus entrevistas a personajes relevantes que realizó entre 1985 y 1986 para TV-3.
Era esa actitud periodística otra muestra de una personalidad discreta en las formas y en la expresión de los sentimientos, herencia paterna, que le ayudó mucho en el que es el grueso de su obra, la literatura de viajes, que arrancó con Viatge al Pirineu de Lleida (1957). “La gente se me abre porque soy discreto; llego a la plaza del pueblo, me siento a cierta distancia de alguien, sin preguntar, y al rato comento que hace calor y empezamos a hablar y no tomo notas hasta después”, resumía una técnica que incluso dos años después introduciría indirectamente en Combat de nit, su novela más celebrada, rozando el documental, sobre las inquietudes de dos camioneros y que en la vida real le llevó a hacer un viaje con uno de ellos hasta Valladolid.
Siempre caminando, como metafórico retorno a la simplicidad (“los pies se han hecho ideológicos, se han espiritualizado”, reflexionaría), en esa veintena de títulos perfeccionó como pocos autores catalanes los dotes de observación y asociación, base de toda su literatura, y que le permitió, como el periodismo, reflejar situaciones y personajes “mucho más interesantes que los inventados en la ficción; ahí la novela me limitaba, había cosas que en el género no me cabían”.
Esa diversidad de la obra de Espinàs quizá contribuyó –como él, sagaz, sabía– a su escasa valoración académica, si bien recolectó los mayores honores, como la Creu de Sant Jordi (1983) o la medalla d’Or de la Generalitat (2015). Tampoco le fue a favor su voluntario alejamiento de los cenáculos intelectuales y literarios, ámbitos que no creía necesarios para difundir una obra que, en fondo, sabía central por su innovación, pero que prefería lanzar desde la periferia, que empezó a recopilar ya en 1990 y que había sido más planificada de lo que él mismo admitía, como muestra la aparición sistemática de autorretratos y recuerdos como Inventari de jubilacions (1992) al cumplir 65 años, o Temps afegit (en 2002, a los 75). Eran títulos que se añadían a un éxito inimaginable como El teu nom és Olga (1986), a partir de cartas a su hija con síndrome de Down, o El nen de la plaça Ballot (1988), sobre su infancia.
Fueron esos, junto al último título, Temps afegit (2018), los únicos vestigios públicos de un hombre reservado, a pesar incluso de que llegó a ser el número tres de las listas por Nacionalistes d’Esquerra en 1980, de cultura francesa pero comportamiento y tono de gentleman inglés (era de los pocos que asistía a las entregas del Premi d’Honor de les Lletres Catalanes de sus colegas desde que él lo recibiera en 2002) y de los que disfrutaba, como traslucían sus textos, con cosas sencillas: medio wiski, jugar al ping-pong, contemplar a las hormigas o a las lagartijas, hojear el diccionario de Joan Coromines, paladear un helado de chocolate y llegar temprano a las citas sin mucho ruido, pipa en mano, como si no estuviera. Como así hacía en el siempre discreto despacho de La Campana, donde el autor del jingle “Ponchelo es ponche, ponche con hielo, Ponche Caballero”, profesor efímero de publicidad, relaciones públicas y comunicación, pespunteaba títulos, eufonías o difuminaba tópicos.
“Los escritores que duran son los que tienen identidad”, defendía, hablando sin hablar de él, con esa actitud dual que reflejaba su pelo níveo de años con unas cejas fuertemente negras. “La vida apenas nos mira cuando pasamos; a veces nos saluda y a veces nos da la espalda”, escribió. En su caso, se saludaron, efusivos, mutuamente.
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Source: elpais.com