Muchas veces, que no siempre, el cine es una cuestión de ver, de ver cosas, de verlas de otra manera o, llegado el caso y por contradictorio que parezca, de no verlas en absoluto. A Jean-Claude Carrière, guionista de Buñuel entre otros muchos oficios, le gustaba definir el invento de los Lumière echando mano de San Juan de la Cruz. “No viajamos para ver, sino para no ver”, decía por aquello de resumir su ideario y hasta arrancar una sonrisa al que escuchara. Él estaba convencido, como el propio poeta y como el director aragonés incluso, que lo importante no es tanto lo que aparece en la pantalla como lo que la pantalla esconde. Aquello de “En una noche oscura, /con ansias en amores inflamada” le valía como paradoja y como definición, como broma y como verdad profunda.
La Berlinale el lunes vivió su particular momento casi místico y digno del carmelita descalzo. Por un lado, en la parte más brillante de la programación, Lois Patiño presentó en la sección Encuentros ‘Samsara‘, tan atrevida que, en un momento dado, conmina al espectador a cerrar los ojos. Cine para ver con los ojos cerrados. Lo que así dicho suena de disparate, en realidad es una auténtica epifanía que convierte a la sala de cine en una exaltación de lo común desde lo íntimo; de lo profundo desde la más alocada de las ocurrencias.
De otro lado, en la parte desalentadora, ‘Golda‘, de Guy Nattiv, nos trajo a una Helen Mirren reconvertida en la primera ministra israelí. De principio a fin, el director inunda la pantalla de humo (de humo de cigarrillo, de humo de desesperación, de humo de miedo) en lo que quiere ser una metáfora que también es rasgo de estilo. Y, claro, se nubla la vista. Quedaría una tercera película con, a su modo, el dispositivo antivisual, llamémosle así, en su corazón. ‘Tótem‘, de la mexicana Lila Avilés, cuenta una fiesta familiar que, en realidad, es despedida, es funeral, es muerte. Importa, de nuevo, lo que se entierra en la mirada de un niña (Naíma Sentíes) con los ojos completamente abiertos.
Cine para ver con los ojos de dentro
Samsara‘ es, ya se ha insinuado, un milagro. El director de ‘Costa da Morte’ y ‘Lúa Vermella’ presenta ahora su trabajo si se quiere más ambicioso, más viajado, más estimulante y, lo que importa, más hundido en el sueño. De nuevo, se trata de una historia de fantasmas. Otra vez, el cine es concebido como un espacio para la meditación y el encuentro. Y como nunca antes, la pantalla estalla es un raro prodigio de fe en la imagen.
Se cuenta la existencia si se quiere eterna de un alma que viaja desde Laos a un pueblo costero de Tanzania. En realidad, la metempsicosis –que es como llamaban los griegos a las migración anímica– no es más que un pretexto para explorar, desde geografía distintas, el poder de dos miradas tan distintas como complementarias, tan extrañas entre sí como indisolubles. En la primera parte de la película, la cámara sigue a un grupo de jóvenes budistas y al lector de cuentos de una moribunda. Entre el sudor de la selva, el rumor de las aguas y la caricia de un voz suspendida en la tela de una mosquitera, la cámara trenza alianzas con la imaginación del espectador en busca de un lugar primigenio y común. La segunda parte, es una niña la que con su cabrita (o al revés) nos invita a mirar el suelo, el cielo y, lo fundamental, el mar.
Y en medio, un silencio de ruido, unos destellos ciegos, un refulgir de arena. La pantalla se opaca y es ahí donde cerramos los ojos y, ya de paso, miramos si el de al lado hace lo mismo que nosotros. Ese lugar creado por ‘Samsara‘ es en verdad un sitio donde todos los espectadores se reconocer entre sí y en soledad. También es lo que se llama Bardo, que es donde el alma de la mujer se prepara para viajar hasta el cuerpo de un inocente y blanca cabra. Y así.
El resultado es una película no tanto para ver como para compartir.
El cenicero de Golda Meir
Y tras el entusiasmo, la decepción. ‘Golda‘ es esencialmente una película aparatosa. Exageradamente infectada de ruido y, ya se ha dicho, de humo. Por un lado, toda ella está al servicio de su protagonista. Es exhibición y lo es al límite del pudor. Y por otro, y en la misma medida, el único objetivo que cumple la cinta es la exaltación del personaje. Es exhibición y lo es al límite de lo debido.
Se cuenta lo sucedido en la Guerra árabe-israelí de Yom Kippur en 1973 y el lugar elegido es el cenicero de la primera ministra Golda Meir. Dicho así, suena frívolo y sobre la pantalla es, sin duda, interesante. Y provocador incluso. Del primer al último fotograma todo es nicotina. El problema es la lectura sin matices, la aceptación sin una sola arruga de un argumento y una interpretación que acaban transformados en solo propaganda. Y eso, al contrario de lo demás, está demasiado a la vista.
Y por último, ‘Tótem‘. De Lila Avilés sabíamos por su delicado ejercicio de precisión que fue ‘La camarista‘ (2018). Ahora –y con los mismos, depurados y minimalistas argumentos– su nueva película nos cuenta nada más que una fiesta de cumpleaños. Los preparativos, el caos, las risas y, como poco a poco se irá viendo, la desesperación que todo lo puede. Del primer al último segundo, lo relevante no nos llama desde la superficie lisa de la pantalla sino desde las grietas de la mirada tanto de la niña que oficia de protagonista como de todos los demás.
El festejado se muere y se muere, como suele ocurrir, sin remedio. Digamos que ‘Tótem‘ se hace fuerte en ese vapor de miedo que empaña el objetivo de la cámara. Y ahí brilla y duele a la vez. También es cierto que la intención de ir más allá hasta alcanzar la descripción de las heridas profundas de una familia herida (pensemos en Lucrecia Martel como referente) se queda en eso, en apenas un apunte.
Sea como sea, queda el cine, queda Carrière, queda San Juan de la Cruz y quedan los ojos… “entre las azucenas olvidados”, que diría el poeta.
Source: elmundo.es