A principios de los años cincuenta coincidieron dos de los clásicos que mejor han reflejado el ocaso del viejo Hollywood y el traumático paso del cine mudo al sonoro. Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses), de Billy Wilder, se estrenó en 1950. Cantando bajo la lluvia, firmada por Stanley Donen y Gene Kelly, dos años después. Si Wilder encontró en la belleza decadente y felina de Gloria Swanson la trágica encarnación del Olimpo perdido, Kelly y Donen evocaron el final de aquella gloriosa constelación de estrellas con una tormenta de lluvia bautismal: el agua bendecía el presente a través de una coreografía que pisaba como los ángeles todos los charcos posibles. Hollywood miraba a su pasado, pero sin miedo al futuro.
No puede decirse lo mismo de la serie de películas que, siete décadas después, vuelven a mirar atrás para reivindicar los orígenes del séptimo arte ante un nuevo punto de inflexión en la historia de una industria condenada a mutar con cada nuevo avance tecnológico. El terremoto que supuso la llegada del sonoro se replica ahora, cuando la puntilla de una pandemia ha agrandado el abismo entre las salas de cine y una parte considerable de sus espectadores. Si la televisión precipitó lo que hoy conocemos como el Nuevo Hollywood, la revolución digital ha dinamitado la propia naturaleza del cine, suplantada por la preeminencia del audiovisual y el credo del algoritmo.
Todo lo cual ha desembocado en algo que la crítica Caitlin Quinlan define en un extenso artículo para Art Review como una cansina “carta de amor al cine” en la que caben desde la última película de Sam Mendes, El imperio de la luz (estreno en España, el 31 de marzo), con la imagen de Olivia Colman sola en un desértico patio de butacas llorando ante una pantalla que ilumina su rostro, al collage final de Babylon, la excesiva película de Damien Chazelle que se cierra con un montaje de un par de minutos en el que Manny Torres, el personaje que interpreta Diego Calva, se pierde obnubilado en el gallinero de una gran sala mientras se cruzan fragmentos icónicos de la historia del cine. En su batiburrillo, Chazelle se mira con especial insistencia en el espejo de Cantando bajo la lluvia, aunque el contagioso optimismo del musical de Kelly y Donen esté a años luz del hueco barroquismo del director de La La Land. “El concepto de ‘carta de amor al cine’ se ha vuelto tan omnipresente en el marketing y la crítica cinematográfica que se ha convertido en una broma”, señala Quinlan.
En esa misiva nostálgica que cierra Babylon se cuela un fotograma que también aparece en ¡Nop!, la asombrosa película de Jordan Peele que sí ofrece una reflexión estimulante sobre nuestro agotamiento visual y los monstruos que crea el sueño digital. El osado cóctel de referencias de ¡Nop!, abierto a todo tipo de interpretaciones, se cruza con Babylon al citar al pionero de la imagen Eadweard Muybridge y sus jinetes en movimiento. Aunque en su deconstrucción del taquillazo, Jordan Peele señala directamente al padre del fenómeno, Steven Spielberg, y la película que en 1975 dio sentido al término, Tiburón.
Con su último filme, Los Fabelman, Spielberg se suma a las ficciones autobiográficas que esta temporada han llenado las pantallas. Su maravillosa película, sin embargo, es más melancólica que nostálgica. El cineasta no quiere volver a su problemática adolescencia, pero el descubrimiento del cine está ahí, en ese niño, Sammy, al que sus padres llevan a ver el clásico de Cecil B. DeMille El mayor espectáculo del mundo (también de, precisamente, 1952) y que, embrujado por el invento, acabará convirtiendo sus pequeñas manos en una íntima pantalla en un plano para el recuerdo. El futuro cineasta ya tiene el mundo en sus manos.
Como explica el teórico Santos Zunzunegui en su ensayo de 2017 Bajo el signo de la melancolía (Cátedra), “cine y melancolía forman una pareja indisoluble” por esa capacidad única de convocar imágenes “de mundos desvanecidos”. Así, de Armageddon Time, de James Gray, a Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, o la más cercana a la perniciosa industria de la nostalgia Apolo 10 ½, de Richard Linklater, reluce el anhelo de un mundo de máquinas de flipper, televisión y travesuras callejeras que evocan el fin de la inocencia de una potencia cultural, la estadounidense, en crisis.
Las películas que se asoman al retrovisor para retratar los orígenes de una educación sentimental que pasa por las salas de cine trascienden el espacio ideológico de Hollywood. Del díptico The Souvenir I y The Souvenir II (2019-2021), en el que la británica Joanna Hogg recrea sus años de estudiante de cine en Londres, al eco de una obra maestra de hace 10 años, Goodbye, Dragon Inn, de Tsai Ming-liang, que asoma en la reciente y preciosa La última película, del indio Pan Nalin.
Uno de los que abrieron la veda desde dentro de la industria estadounidense fue Quentin Tarantino con la fabulosa Érase una vez en… Hollywood (2019), película sobre las tripas de una comunidad de triunfadores y perdedores que este año ha implosionado con la polémica Blonde, de Andrew Dominik, que exprime el mito de Marilyn y del Hollywood más fantasmagórico.
Dicen que la nostalgia es un mecanismo de defensa en épocas de crisis. El propio Spielberg ha confesado que no hubiera hecho Los Fabelman sin “la consciencia de la mortalidad” que nos asaltó durante la pandemia. “Esa sensación de gran fragilidad me provocó la valentía necesaria”.
Por desgracia, ese sentimiento noble se presta a manipulaciones peligrosas o deriva en esa delirante industria que cristalizó en series como Stranger Things y que se ha traducido en infinidad de remakes, reboots y spin offs. La estrategia del retrovisor ha tocado este año techo con la película que, según el propio Spielberg, podría salvar las salas de cines. Se trata, sí, de Top Gun: Maverick, el regreso de Tom Cruise al reino de los cielos y a una nueva forma de nostalgia con palomitas.
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Source: elpais.com