Hacía tiempo que las termitas de la muerte lo trabajaban por dentro y tenía 91 años. Ha sido una muerte ya esperada de un hombre con una larga vida llena de vicisitudes y de logros.
Así y todo, su partida me ha sacudido mucho más de lo que yo esperaba.
En estos días he tenido a cada momento presentes a Ximena y a Jorge hijo, y a Pilar, su inteligente y delicada mujer, a quienes, me consta, quiso de verdad. Los quiso, a veces, a su manera. Pero los quiso con indudable profundidad y constancia. Como también quería, y mucho, a sus hermanas. Tenía mucho sentido de familia Jorge.
No voy a decir, como se acostumbra, que Jorge como escritor sobrevive en su vasta y valiosa obra literaria. Jorge fue un narrador de los grandes. Y es cierto —yo mismo lo he escrito— que Jorge consiguió en sus mejores novelas un tono que era el suyo propio, el de su conversación espontánea. Pero los libros no reemplazan a la persona que los escribió. Lo que duele, lo que dejará una sombra larga, es la ausencia de su persona, tal como era, con todos sus defectos y virtudes.
En la novela La montaña mágica, de Thomas Mann, Claudia Chauchat, la atractiva Claudia que abre y cierra la puerta ventana del comedor con un golpe característico y camina con un paso “graciosamente resbaladizo”, y a la que todos contemplan, Claudia, de quien se enamora el protagonista, Hans Castorp, se casa, inesperadamente, con un señor mayor y no se sabe mucho por qué. Pero lo que ese hombre tiene es “personalidad”, siente Hans Castorp. Y es su personalidad la que se roba el corazón de Claudia.
Jorge tenía esa cosa indefinible, pero que uno reconoce de inmediato: personalidad.
No se trata sólo de su inteligencia, talento, sensibilidad, cultura y capacidad de trabajo. No se trata sólo de su aplomo y don de gentes. Tampoco sólo de su paladar de sibarita, de su inusitado sentido del humor (y vaya que lo tenía), de su sentido de la amistad o de su don natural para la jarana interminable.
Todo eso estaba ahí, en él, claro.
Pero lo esencial es que era una personalidad y es esa personalidad la que empezamos a echar de menos. Hay conversaciones que ya no podremos tener. Hay momentos de humor y alegría pura que ya no volverán. Hay anécdotas que no volveremos a sentir brotando de sus labios, sus ojos, sus manos.
A propósito de jaranas interminables, recuerdo una noche en medio de un curso de verano en El Escorial en el que estábamos con Óscar Hahn y Gonzalo Contreras y varios escritores españoles. Jorge organizó una salida a comer y nos fuimos de tapas y más tapas y seguimos yendo, seguramente, de un lugar a otro, conversando, riendo y tomando como cosacos. Yo me volví a acostar después de las cuatro de la madrugada. Jorge y varios más siguieron dándole hasta que salió el sol. Pero a las 8:30 en punto Jorge entró a la sala del curso y con serena inteligencia intervino para desarrollar un asunto literario. Doy fe de que así fue.
Jorge era un legítimo heredero de esa vieja tradición del escritor bohemio. Lo que combinaba, sin embargo, con un orden de vida y disciplina para trabajar como diplomático y como escritor.
Recuerdo cuando ganó el Premio Cervantes. Como va el Rey, la alfombra roja con barandas a cada lado llega a la calle y la gente se apretuja por verlo pasar. Esa mañana, las radios y la televisión anunciaban desde temprano la ceremonia. El paraninfo —ese es el término pomposo que se usa— de la Universidad Alcalá de Henares es solemne, antiguo, imponente con un techo artesonado que causa admiración. Es el Rey quien concede el premio y pronuncia un discurso desde un podio ubicado un poco más elevado, pero en el mismo plano que el del público. El premiado, a diferencia del Rey, para hacer su discurso, sube por una pequeña escalera y aparece de pronto en un podio de madera labrada y dorada, a la altura de un segundo piso.
El día antes, Jorge me pidió que lo acompañara para explorar la famosa escalerita. Los viejos escalones de madera eran bien estrechos. Más de algún premiado había trastabillado en esas tablas oscuras y traicioneras y llegado arriba asustado y con la lengua afuera. Jorge, disciplinado como era, quiso ensayar bien esa subida al Olimpo.
El día de la ceremonia, entonces, Jorge subió hasta esas alturas a un ritmo pausado y se ubicó en el podio. No volaba una mosca. Es sabido que más de un escritor se ha quebrado en ese momento de emoción. Jorge, en cambio, recorrió tranquilamente la sala con la mirada como si reconociera a cada uno, con la misma alegre sonrisa con que se acercaba a nuestra mesa del Mulato Gil o con la que abría la puerta de su departamento frente al cerro Santa Lucía. Era el mismo Jorge de siempre. Y empezó a leer a su manera, como siempre.
Jorge tuvo una vida más dura de lo que parece a primera vista. No es nada de fácil en Chile ser un escritor y llamarse “Edwards”. El tío Edwards Bello, por algo nunca se despegaba del Bello.
Tampoco era fácil decepcionar a sus padres y a su ambiente, que después de tantos éxitos académicos —en el colegio San Ignacio y en la Universidad de Chile— y de tantos éxitos sociales —Jorge siempre estuvo rodeado de amigas y amigos— no era fácil, digo, renunciar a ser el gran abogado, el gran empresario, el gran político que estaba llamado a ser y atreverse, en cambio, a lanzarse a la aventura de ser escritor.
Cuando publicó Persona non grata, libro crítico de la revolución cubana, fue cancelado por gran parte del mundo de la cultura. Parecía que había puesto una lápida a su futuro como escritor. El tiempo, sin embargo, le dio la razón y ese corajudo testimonio, vivo entonces y vivo hoy, le abrió muchas puertas.
Diría que Jorge soportó los sufrimientos con sobriedad y contención estoica. Nada más ajeno a él que la sensiblería y la autoflagelación de la víctima. El resentimiento y la quejumbre le eran ajenas.
Jorge contaba que cuando fue considerado “persona non grata” había un antecedente previo. Por entonces —hablamos de Jorge adolescente— su familia veraneaba en Viña del Mar. Un amigo lo convidó a pasar unos días en Zapallar. Una noche se encontró en una gran fiesta zapallarina, llena de libertades y con mucho alcohol. En algún momento, Jorge sintió una necesidad imperiosa de hacer pipí. No conocía la casa y estaba bien puestón y la cabeza revuelta y las ganas de mear eran horribles. Un amigo travieso —sospecho que fue su gran amigo Manolo Montt— lo condujo, le abrió una puerta y le dijo: “Aquí esta el baño. Mea con tranquilidad.” Jorge así lo hizo.
Al día siguiente ardió Troya. Jorge debió abandonar Zapallar de inmediato y regresar a Viña con la cola entre las piernas como “persona non grata”. Había meado el closet de la ropa de la señora dueña de casa.
Quizá la novela más personal suya sea La muerte de Montaigne. Si alguien me preguntara qué libro leer o releer para acercarse a Jorge, recomendaría ese libro.
Si alguien me preguntara qué novela suya recomiendo y tuviera que recomendar una sola, recomendaría El origen del mundo. Su mayor acierto, y de donde arranca su particular seducción, es la voz del narrador, un narrador conjetural, tentativo, provisorio que trata de averiguar lo que pasó, mientras lo va contando.
En sus novelas posteriores, Jorge explora esa voz narrativa conjetural que será su propia e inconfundible voz como escritor.
Sus 91 años, Jorge los vivió a fondo. No fue mezquino con la vida. Ni con sus incontables amigas y amigos. Todos podemos dar fe de su generosidad y lealtad como amigo.
Carlos Franz, que estuvo en el velorio en Madrid, contó que se tomaron una copa en su honor estando Jorge de cuerpo presente. Y que de no ser por “el pequeño inconveniente de la muerte”, dice Carlos, habría levantado también él una copa. Yo creo que, efectivamente, invisible, Jorge se incorporó para levantar con sus amigos esa copa llena de espíritus.
Que la vida de Jorge nos contagie de sus espíritus, de su gozo de vivir, que nos dé sus bríos para vivir a fondo, aunque las circunstancias sean duras, que nos dé su valentía para ser quienes somos y con sentido del humor.
Yo invito a aplaudir la gran obra y la vida de Jorge Edwards en esta tierra.
Que nuestro aplauso lo oiga San Pedro en el Cielo.
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Source: elpais.com